VIOLÈNCIES
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Hijas de la violencia Opinión, Voces
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Somos muchas las hijas que no elegimos tener a un maltratador en la habitación de al lado, y que no tuvimos la oportunidad de apartarnos de él hasta que no fuimos mayores de edad. Es hora de impedir este despropósito y de que se priorice de una vez el bienestar psicológico de las hijas e hijos frente a los intereses del padre.
E.*
Cada
vez que la llave giraba la cerradura de la puerta, el nudo en el
estómago se hacía fuerte. Dependiendo de si el día anterior había
provocado alguna bronca o no, podía estar más o menos tranquila.
Pero aunque hubiera algo de reposo, la tranquilidad no vivía en
casa. Quizá alguna franja, unas horas, algún día, pero la tensión
siempre regresaba.
Es
demasiado largo. Desde que nací hasta los 21 años conviví con mi
madre y con esa figura a la que llaman padre, un hombre que siempre
tuvo unos cambios de carácter que hacían detestable la vida en
casa. Su arma, la mayor parte del tiempo, eran las palabras.
Palabras, palabras, palabras oscuras. Palabras que taladran pero a
las que se les quita importancia porque sus consecuencias no se ven a
simple vista.
Así
que crecí con esos cambios de humor que no entendía y con la
impresión de que esa paternidad no era positiva, con el miedo en el
cuerpo cuando él estaba de mal humor y con la convicción de que si
yo no hubiera llegado a sus vidas quizá nunca se habrían casado y
la vida de mi madre habría sido mucho más feliz. Sintiéndome
culpable. Viendo cómo él no aceptaba que me hiciese mayor y que
comenzase a independizarme y a querer volar. Viendo cómo se
camuflaba de padre progre que nunca ponía límites pero que, si
hacías algo que él no compartía o no era lo correcto, te vomitaba
lo que habías dicho, lo que habías hecho o cualquier opinión que
tuvieras. Palabras, miles de palabras, que incluían, en muchos
casos, mucha rabia y mucho odio hacia nosotras, palabras que herían
profundo y a las que después sucedía, en muchos casos, un
arrepentimiento que de tan manido nada arreglaba.
Aunque
suene a tópico, la esperanza de mi madre, la de las dos, era que
cada vez que sucedían estos arrebatos fuese la última vez, que
realmente ese ‘arrepentimiento’ fuese cierto y que no volvieran a
repetirse. Pero nunca era la última. Siempre había una próxima
parada. Incluso durante el embarazo de mi hermana. Y después de que
naciera. Recuerdo a mi madre con su tripa de seis meses y a él
diciéndole que abortara, que seguro que ese hijo no era suyo.
Recuerdo cómo le insistió, cuando nació, en que no hacía falta
que trabajara, que para eso ya trabajaba él, y recuerdo cómo esa
superioridad económica hizo que le crecieran las alas. Nos recuerdo
a mi madre y a mí con el carrito de la bebé, huyendo de casa en
busca de la tranquilidad en la calle para no aguantar los gritos y la
tensión, metiéndonos en un bar a esperar que pasara el tiempo.
Recuerdo los viajes a 150 kilómetros por hora por la carretera con
él al volante y con el corazón subiéndome hasta la garganta.
Recuerdo
el miedo, la frustración, la rabia, el desconsuelo.
Y recuerdo también algo que estaría presente durante muchos años
después y que sólo una red de apoyo sólida lograría suavizar: el
desamparo y nuestro silencio. Nuestros silencios. El mío y el de mi
madre. Una confusa mezcla de vergüenza y miedo que ahogaba todas las
palabras en la garganta, que no te dejaba contarle a nadie lo que te
pasaba en casa y, mucho menos, lo que te pasaba en el cuerpo. No
sabíamos o no encontrábamos la manera de nombrarlo.
Mi
madre estuvo casada 25 años con un hombre que le abrasó la cabeza,
las ganas, la autoestima y la ilusión y
que, a través de un discurso repetido como un mantra cientos de
veces, terminó armando una institución: la institución del miedo.
El
miedo es corrosivo, es penetrante, está bien nutrido, se contagia
con soltura y se transmite con mucha facilidad. Se alimenta con cada
gesto de desprecio, con cada palabra de odio, con cada muestra de
superioridad de quien se cree con la legitimidad y el derecho de
ejercerla. Seguramente
sea difícil comprender lo que se siente cuando el lugar que tendría
que servirte de protección y descanso se convierte en una madriguera
podrida. Es difícil imaginarse lo que se siente cuando pasas toda
una noche escuchando detrás de la puerta de tu dormitorio intentando
adivinar lo que ‘tu padre’ le estará diciendo a tu madre
fuera. Es
difícil imaginarse lo que siente una niña metida en su cuarto
repitiéndose, en voz muy bajita, con la garganta ahogada: “No
puedo más”. La
violencia machista te perfora la cabeza.
Conviví
con mi angustia y con la de mi madre durante 20 años. Ella durante
25, hasta que decidió separarse y tratar de limpiar una vida
infectada por el maltrato psicológico y varios meses, los últimos,
a los que se añadió la violencia física. Pero lo de limpiar es una
ilusión. No solo porque el maltratador siga después hostigando por
todas las vías que tiene a su alcance sino porque cuando intentas
salir de la violencia machista llega la violencia institucional. Esa
es igual de aberrante y merece un capítulo aparte.
Hace
unos días Charlize Theron se atrevió a contar cómo su madre mató
a su padre alcohólico en legítima defensa, después de años de
maltrato. “Despertar
sin saber lo que iba a suceder. No sabía cómo iba a ir mi día.
Todo dependería de otra persona”. Una definición perfecta. En
estos mismos días la Justicia exigía a Juana Rivas que sus hijos
volvieran con el padre, condenado en 2009 por maltrato y con otra
denuncia posterior que todavía no ha prosperado. Ella,
valientemente, decidió marcharse, esconderse, no permitir que sus
dos hijos volvieran con un padre maltratador. Ha
decidido protegerles y evitar que vivan una situación aberrante, ha
antepuesto su propia libertad. No quiere que vuelvan a ser hijos de
la violencia. La admiro, a ella y a tantas otras, porque
a mí me también me habría encantado que mi madre se hubiera
atrevido a secuestrarme, que me hubiera agarrado de la mano y me
hubiera dicho “Vámonos, ya veremos lo que hacemos, pero aquí no
podemos estar, tenemos que vivir tranquilas”. Estas palabras nunca
salieron de su boca y no la culpo por ello. Es difícil abandonar un
traje cosido al cuerpo con hilo fino y arropado con otros tantos
vestidos de la calle.
No
son sólo Juana Rivas y sus hijos. No sólo Susana
Guerrero y
Nayara (un caso en el que predominan los abusos sexuales). Ni Elián
y su hijo. Ni Carmen y su hija Natalia. Ni Pepa y sus tres hijos.
Son, somos, miles de mujeres y criaturas las que nos hemos criado en
la angustia, las hijas de la violencia machista. Son miles las madres
que no saben qué puerta cerrar, qué puerta abrir, a dónde irse, si
es mejor quedarse. Son, somos muchas las que saben, las que sabemos,
lo que se siente con un maltratador en casa y el miedo inyectado en
vena. Somos muchas las hijas que no elegimos tener a un maltratador
en la habitación de al lado, y que no tuvimos la oportunidad de
apartarnos de él hasta que no fuimos mayores de edad.
En
febrero varias mujeres de la
asociación Velaluz acamparon el Sol para
pedir medidas urgentes contra la violencia machista. Cada tarde, a lo
largo de varias semanas, mujeres de distintos colectivos llegaban a
la plaza. Varias
veces hicieron un repaso de los nombres de mujeres y criaturas
asesinadas durante el año. Nombraban a mujeres de todas las
edades. Por
un momento volvió ese nudo en el estómago. El nombre de mi madre
podría haber estado ahí. O el de mi hermana. O el mío. O el de
cualquiera de las mujeres que me ido encontrando por el camino
llevando esas crudas historias por dentro.
Que
lo personal es político hace ya tiempo que lo sabemos. Así que va
siendo hora de hacer justicia, de impedir este despropósito y de que
las tripas se vuelvan a poner en su sitio. De priorizar el bienestar
psicológico de las hijas e hijos frente a los intereses del padre.
De que el personal de los servicios psicosociales que emite los
informes en los que luego se basará la Justicia tenga la formación,
la información y el interés necesario para darse cuenta de que la
violencia ejercida contra una madre siempre, absolutamente siempre,
afecta a las niñas y a los niños. De
escuchar lo que tienen que decir los menores de edad, las hijas de la
violencia, de atender sus peticiones, de visibilizar sus voces, de
darles a sus testimonios el valor que tienen, de anteponer sus
intereses a cualquier otra cosa. De seguir construyendo herramientas
para apoyar a las Juanas y sus criaturas. Porque
hasta que no se garantice que crezcan sin violencia, sin miedo, sin
presiones en el pecho y sin ratas en el estómago, ningún Pacto de
Estado nos sirve.
*E.
es periodista, colaboradora habitual de Pikara Magazine.
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